viernes, 17 de junio de 2011

Una de las razones por las que te dejo.


-Llorar aquí es ridículo hasta para ti - le dijo V. sentado en la barra de un bar "under" del centro, uno de esos lugares que parecen albergar gente de mala calaña, en realidad sólo asiste gente que le gusta escuchar música decente y comer una hamburguesa decente en la barra con una cerveza de barril más o menos buena pero barata. Una barra corta, de un metro y medio de largo, sostenía un tarro con poco menos de un litro en ella, pequeñas gotas la rociaban y caían al precipicio, una superficie de caoba, como presionando a tomar su contenido antes que este se caliente y entonces no valga nada, porque una cerveza una vez caliente es como un guiso insípido una vez servido: irremediable.

Era cierto, ella lloraba en los lugares más ridículos e inesperados, se avergonzaba de su fragilidad y de su incapacidad para contener sus sentimientos que cada vez salían líquidos, ya fuera felicidad o tristeza o simplemente una risa larguísima de las que te lastiman el estomago, pero sus palabras le llegaron directo a los conductos lagrimales y grandes gotas llenas de hormonas se estrellaron en la madera y de a poco se fueron confundiendo con las gotas que el tarro había llorado. Un gemido ahogado y él sintió remordimiento.

-Perdón, perdón.- y la abrazó sinceramente, ella se tranquilizó en sus brazos y pidió perdón porque cada vez que arruinaba una buena comida o unas copas sentía culpa también. Las gotas se arrastraban lentamente en una línea recta y avanzaban cada milímetro hirientes y mordaces, esta vez mojando su suéter. Él la perdono sinceramente pero esta sería una de las razones por las que la dejaría.

jueves, 9 de junio de 2011

Un triste caso de James Joyce


Un ser humano parecía haberlo amado y él le negó la felicidad y la vida: la sentencio a la ignominia y a morir de vergüenza . Sabía que las criaturas postradas allá abajo junto a la muralla lo observaban y deseaban que acabara de irse. Nadie lo quería; era un desterrado del festín de la vida. Volvió sus ojos al resplandor gris del río, serpeando hacia Dublín. Más allá del río vio un tren de carga serpeando hacia la estación de Kingsbridge, como un gusano de cabeza fogosa serpeando en la oscuridad, obstinado y laborioso. Lentamente se perdió de vista; pero todavía sonó en su oído el laborioso rumor de la locomotora repitiendo las sílabas de su nombre.
Regresó lentamente por donde había venido, el ritmo de la máquina golpeando en sus oídos. Comenzó a dudar de la realidad de lo que la memoria le decía. Se detuvo bajo un árbol a dejar que murieran aquellos ritmos. No podía sentirla en la oscuridad ni su voz podía rozar su oído. Esperó unos minutos, tratando de oír. No se oía nada: la noche era de un silencio perfecto. Escuchó de nuevo: perfectamente muda. Sintió que se había quedado solo.